Cuántas veces al abrir un armario se encuentra uno algo que
hace años que no utiliza y que lo único que está haciendo es estorbar; pero se
lo deja, seguir estorbando y continuar ahí exhibiendo desolado su inutilidad,
nada más por no vencer la apatía y decidirse, de una vez, a desprenderse de
ello o buscarle, al menos, una ubicación en la que deje de ser un incordio.
Hoy, la tabla de planchar y un tendedero plegable. De buena
gana los hubiera sacado, sencillamente — ah, y una silla, plegable también pero
muy buena y muy parecida, por cierto, a otra igual de nueva y de buena que
encontré un día en el cuartillo de las basuras y que como una urraca, esa sí,
lo que hice fue agarrarla y meterla en el trastero sin saber para qué —; sacado
sencillamente y dejado en la acera. Pero no, hay que ser civilizado y si uno va
dejando en la acera todo lo que ni necesita ni quiere las aceras terminan
pareciendo chatarrerías y las ciudades tomando un aspecto muy cutre, y más
ahora que con la crisis el ayuntamiento suprimió (bueno, que ya hace meses) el “servicio
de recogida de muebles y trastos viejos”.
Pero es que, además, no siempre el trasto es en sí tan
trasto ni está viejo o inservible; ocurre sólo que uno no le encuentra
utilidad, pero es seguro que alguien en alguna parte se pondría tan contento si
se encontrase con eso mismo que nosotros no queremos.
Y, luego, que uno se los queda mirando y… La tabla de
planchar, por ejemplo. La tabla de planchar con su soporte, de aluminio, sus
tornillos, su mecanismo para extenderla, la funda que cubre lo que es
propiamente el tablero (también de aluminio, como un enrejado) sobre el que
luego se colocará la prenda que vas a planchar… Todo eso ha sido ideado y atornillado
y armado y fabricado por personas que un día se estaban levantando de la cama a
toque de despertador y renegando porque era su obligación, levantarse y lavarse
y vestirse y desayunar para acudir a trabajar a una fábrica que hacia tablas de
planchar.
Y esa persona, mientras colocaba las piezas de aquello que
terminaría siendo una tabla de planchar
(o le daba al botón o al resorte que de forma mecánica ensamblaba las
diferentes partes, que no lo sé, nunca he visitado una fábrica de tablas de
planchar) no estaba, como es natural, todo el rato pensando en la tabla, pero
sabía (aunque tampoco lo estuviera pensando adrede) que el madrugón y la pereza
vencida a regañadientes, y los empujones soportados en el metro, y el estar
renunciando a un tiempo que con gusto hubiese utilizado en cualquier otra
actividad más de capricho, estaban teniendo como finalidad el proporcionarle un
sueldo con el que comprar, a lo mejor (y entre otras cosas), un tendedero
plegable tan práctico cuando hay necesariamente que lavar pero resulta que
está siendo una temporada muy lluviosa, y esperar a que mañana a lo mejor
escampe es nada más posponer el problema; así que sí, esa persona que fabrica
tablas de planchar utilizará parte de la ganancia en adquirir un tendedero
plegable, o una silla, plegable también y también tan práctica cuando, de repente, por motivo de una celebración o de
lo que sea, resulta que faltan sitios en los que sentarse y, ah, la silla
plegable, voy a por ella.
Y así, de a pocos, las cosas se van de alguna manera
impregnando de las gentes que por cualquier motivo tuvieron que ver algo con
ellas; y luego, el siguiente, el que un
día adquiere esa cosa y se la lleva a su casa y la saca del embalaje se
encuentra frente a unos cartones (el embalaje) de los que hay que desprenderse,
no va a ir uno dejando amontonados cartones de embalar por los rincones;
cartones que a su vez fueron fabricados para exactamente contener aquello que
venía dentro e ideados de tal forma que su estructura sirve nada más y
justamente para dar cabida y albergue a… pues la tabla de planchar, por
ejemplo.
Y para construir ese embalaje que luego no va a servir más
que para tirarlo alguien se levantó una mañana, maldiciendo y a toque de
despertador, y se lavó y se vistió y desayunó
y aguantó los empujones en el metro para acudir puntual a una fábrica de
embalajes para tablas de planchar pensando (aunque no adrede ni
conscientemente) que con parte de las ganancias obtenidas de su trabajo como
montador de embalajes compraría zapatos para sus hijos, por poner por caso, que
a la larga se romperían o se les quedarían pequeños y habría que terminar
tirando además de, eso también, haber requerido para su más cómoda manipulación
y almacenado las cajas correspondientes que, antes o después, terminarían
también desechándose…
Este tipo de cosas he pensado mientras bajaba al trasterillo
del sótano la tabla de planchar y el tendedero y la silla plegables.